VI
Saltar
el muro, huir, masticar los peces voladores.
Deslizarse
por el pretil de los colmillos,
atravesar
el estrecho,
beberse la yema del mediodía con la elegancia de un buitre.
Aplastar
un policía con dos letras de mártir, escupir las leyes
blasfemar
contra el vecino
pintarse
de negro el alma y de blanco las tripas.
Oponerse,
abstenerse, callarse
en
los conciertos.
Fundar
un partido de que no sea de fútbol
Matricular
en la escuela de la muerte
donde
se aprenden las cinco leyes del rigor
mortis.
Adoptar
un duende que será diablillo al crecer.
Beberse
una ola, mientras pasa Jacques Cousteau
fumando
algas alucinógenas.
Prohibir
el paso al tiempo, derrotar las
iglesias,
encogerse
en una concha tibia todo el frío verano de la isla.
Limpiarse
el pecho de espinas, afilar los relámpagos,
el
verbo.
Publicar
los gritos y olores del fornicio.
Volarse
la tapa de los pensamientos con alas de pólvora
con
pólvora de alas,
roja
como los ojos del que mira desde el fuego.
Arrancar
la cabeza de la máscara china,
los
maquillajes del fraude,
comprar
las edades del oro y hacer eterno el gesto de su boca.
Hundirse
en el río y atrapar graves píldoras de Omega
tres.
Estirar
la isla hacia otra península moribunda,
leer
las mudanzas de Guillermo, los matariles
y
sobrevivir.
Enmarcar
un fantasma en el retrato de la mente
con
sus pechos grandes e incorpóreos.
Resistir
cien días de soledad en el cajón de los olvidos
donde
se agolpan telarañas y cuchillas
espadas
y mensajes del más allá.
Saltar
el muro, huir, masticar los peces voladores.
Deslizarse
por el pretil de los colmillos,
atravesando el estrecho verdoso
de las hadas
y
no volver.
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